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Un libro


Un libro, a razón de que no siempre tengo la seguridad de que al salir de mi casa estaré permanentemente entretenido en mi lugar de destino, un libro siempre tiene cabida en mi maleta. Admito que con los azares del día, la charla fácil, el sueño, sí sobre todo, el inmenso sueño del estudiante - que más que sueño muta en sopor - no siempre hago uso de ese puñado de hojas que alguien decidió vender por el valor que tenían palabras adecuadamente organizadas para formar una historia.

Hoy me ha dado por reflexionar sobre ese pequeño o grande, pero nunca incómodo libro que siempre me ha acompañado vaya a donde vaya. Y una veces más, otras menos, en múltiples momentos he notado que tengo una facilidad para escribir, en ocasiones pienso que sobreestimo esa capacidad y que un orgullo desmedido me lleva a creer que tengo un don del que los demás carecen, incluso he tenido la loca idea en mi mente de dedicarme a escritor, no suena mal, el pensar que la gente me reconozca con esa profesión que, antaño, se relacionaba con vagos y bohemios marihuaneros que no entendían la necesidad de ganar dinero para poder vivir. Porque, sin traernos a engaños sobre tiempos que nos preceden, a día de hoy los gobiernos expresamente educan a sus ciudadanos para que sean seres útiles, productores, que puedan ganar dinero para sí mismos y así poder vivir, dinero para vivir, no vida para gastar dinero.

Volviendo a la reflexión sobre mi prosa fácil, he logrado entender, con el tiempo, que cuento con una capacidad de la que muchos colombianos carecen, sin embargo, muy a mi pesar, probablemente se deba menos a un talento extraordinario de mi mente y más a una costumbre sana que tengo desde niño, esa de llevar un libro siempre conmigo y, eventualmente, leerlo. En un banco, en un parque, en el suelo o en un árbol, en medio de una clase aburrida o mi tiempo libre, antes de dormir, después de dormir o en sustitución del sueño mismo, durante toda mi vida un libro me ha acompañado y con un libro me refiero a la figura múltiple de muchos autores, buenos, regulares y mediocres, que alguna vez leí, con tal avidez que pude marcar las diferencias de talento y de estilo entre ellos, con tal fortuna que en ocasiones copié estilos narrativos con discreto éxito y con tal descaro que logré identificarme con ideas y relatos de una manera tan profunda que a veces en mi vida, la de verdad, esgrimí reflexiones ajenas como mías, porque el autor al transmitírmelas me hizo libre de sentir a través de ella y citarlas, casi siempre de la manera más inexacta posible y con un toque personal pobremente evitado, pero con la esencia del parafraseo de una obra que un día me inspiró y se grabó en mi recuerdo.

Así es como, en estos tiempos post-modernos, de vidas rápidas y públicas, comunicaciones concretas en 140 caracteres y Angry Birds que matan el, aparentemente, poco tiempo disponible, una creencia vieja se arraiga con más fuerza en ese hoyuelo de creencias profundas al que aún no he logrado nombrar; hay dos cosas que cambian al mundo, la literatura y la música, si todos leyésemos más, soñaríamos más y viviríamos más en busca de lo inesperado y menos con expectativas limitadas, conformismos y costumbrismo hacia las carencias que a pesar de su presencia escandalosa no son notadas, haciendo que se sienta que todo está bien aun cuando no lo está. Si cada quien cultivase más esas habilidades y esas capacidades infinitas que nuestra mente tienen y fuese menos un ente productor educado para la línea de industrialización, este sería un mundo mejor.

Si entendiésemos que el dinero no se gana para vivir ni se vive para ganar dinero, y nos maravillase más el brillo de las estrellas en un cielo libre de nubes que el de las monedas tan humanas e imperfectas, podríamos saber que no vale la pena vivir en un solo tono, que el gris es un feo color para la vida y que el tecnicolor de los sueños y la imaginación es infinitamente maravilloso.

Que la vida es un viaje, una montaña rusa de recorrido impredecible y paisaje indescriptible, donde tristemente la mayoría parecemos, en ocasiones, mirar hacia afuera a través de un cristal empañado, eso si acaso nos interesamos por mirar a través del cristal de la ventana, que muchas veces, hasta se olvida al existencia de la ventana.

* La imagen que acompaña esta entrada es una fotografía de mi autoría del libro de turno, Memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar, recomendado para lectores avezados o fanáticos historiadores o lectores desprevenidos en busca de una buena obra.

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